Merced
a permanecer con sus párpados cerrados, el espejo del cuarto de baño se le
antojaba esa mañana tan opaco como su propio futuro inmediato mientras,
enérgicamente, se cepillaba los dientes frente a él. Su mano izquierda sostenía
un vaso lleno de Oraldine y de su boca se desparramaba una baba blanquecina que
ya le cubría la totalidad del mentón. La manía de no cepillarse la dentadura
con los ojos bien abiertos le impidió por un instante darse cuenta del brusco
ensombrecimiento que había provocado de improviso, en el diminuto espacio del
lavabo, la enorme figura recortada ante el quicio de la puerta del terrible
HOMBRE DE LA CATANA quién, con su elevada estatura, dificultaba el paso de la
escasa luz natural de la vivienda en aquel momento. Cuando decidió al fín abrir
los ojos, vertiendo aún más espuma blanca por la boca, lo único en lograr
distinguir, como un fugaz relámpago, fue el fulgor plateado del frío acero
atravesando velozmente la penumbra y descendiendo vertiginosamente en dirección
a su cabeza. Sólo dispuso del tiempo justo de arrojar al rostro del intruso el
Oraldine mientras, con el vaso ya vacío, lograba escabullirse milagrosamente
por debajo de la axila de su agresor justo en el momento en que éste
descargaba, inmisericorde, el violento golpe mortal que pese a no encontrar su
objetivo, terminaría incrustando, como cuchillo caliente en taco de
mantequilla, todo el ancho de la bien templada hoja de su catana en la jamba de
la puerta del lavabo. Mientras el asesino se esforzaba por recuperar en vano el
arma homicida fuertemente aprisionada en la madera, Livingston dispuso a su
favor del tiempo aún suficiente de poder llegar hasta la puerta de su piso y
salir precipitadamente al rellano donde desembocó jadeante, eructando todavía
más espuma por la boca, el vaso vacio en su mano izquierda y, en la derecha, el
diminuto cepillo de dientes con el que en última instancia hubiera intentado
defenderse, si se hubiera dado el caso, del violento ataque oriental.
-¿Otra vez con alucinaciones, Livingston? -le
preguntó el vecino de enfrente al verle salir hasta el desierto rellano en
pijama y todavía sudando-.
Livingston preparaba la respuesta y Vicente,
también jubilado como él, continuaba impasible y a la espera, armado con una
simple escobilla de mango corto, afanándose en limpiar el polvo acumulado sobre
la superficie del barato felpudo ante la puerta de su vivienda.
-¡¡Era otra vez el de la catana, Vicente!!;
¡¡venía de nuevo a por mí!!, -sentenció amistoso Livingston.
-Desde que te has jubilado no paras de ver
asesinos por todas partes, Livingston. Anda, entra de nuevo en tu casa y
cálmate, por favor, -le aconsejó paternalmente Vicente, intimidándole con la
escobilla antes de darle con la puerta en las narices.
Livingston entró de nuevo en casa . Desandó el
pasillo en sentido contrario y se introdujo a hurtadillas en la penumbra del
cuarto de baño. Abandonó el vaso en la repisa y se guardó el diminuto cepillo
en el bolsillo superior del pijama, por si acaso. Con los ojos bien abiertos
esta vez y frente al espejo de nuevo, creyó, con gran sorpresa por su parte,
reconocer en su propia persona, tristemente reflejada en la bruñida superficie,
al temible HOMBRE DE LA CATANA. Se retiró de allí asustado y en silencio,
retrocediendo muy despacio, caminando siempre hacia atrás y atravesando
abrumado la puerta de espaldas. Al pasar bajo el umbral, desconcertado aún, no
acertaba a comprender cómo, cuando y de que manera se había podido producir
aquella enorme y limpia hendidura en la jamba de madera de la puerta del lavabo
que, casualmente, había advertido ahora, en este preciso instante, justamente
al salir.