Pese a
su escasa estatura y a permanecer a diario expuesto a la vista de todo el
mundo, el fantoche se movía con inusitada soltura y no exento de una cierta
prestancia al andar a través de aquel espacio que otros habíanle habilitado en
el interior del glamuroso y grandioso escaparate donde, ufano, se exhibía muy
seguro de sí mismo aunque sabiamente aislado del exterior por un grueso paño de
vidrio blindado que ocupaba muchos metros cuadrados de luz en el hueco dejado
en la pared.
Allí se
sentía a salvo y en contacto con el mundo exterior a través de su móvil, su
E-mail o, sobre todo, de su Blog colgado de Internet; cuando no, desde su
columna en el diario oficial local.
Un
complejo filtro de seguridad se encargaba de guardar el grueso cristal blindado
que limitaba el grandioso escaparate con la plaza pública donde se daban cita
diariamente sus innumerables y fieles admiradores con quienes el personaje, a
falta de mejor voz, se comunicaba por señas, sonreía y saludaba como saluda la
realeza a sus súbditos: con el brazo alzado y moviendo graciosamente la mano
desde la muñeca, de izquierda a derecha y viceversa.
El
filtro de seguridad que lo protegía estaba compuesto por tres distintos
cinturones paralelos entre sí de modo que el exterior, el de los TOLERANTES, el
más próximo a los admiradores, distaba del segundo, el de los GROSEROS, sólo
unos veinte metros. Este segundo distaba del tercero y último, denominado el de
los VIOLENTOS, el más peligroso, unos diez metros. Y entre este último y el
gran paño de cristal blindado, la distancia apenas media tres o cuatro metros
escasos. Tal era la psicosis del personaje
Los TOLERANTES
solían poseer sólidos argumentos para convencer. Eran por lo general simpáticos
y educados y en ningún caso despertaban las iras de los cientos de peregrinos
allí congregados.
El
cinturón de los GROSEROS era más represivo, censor de los comportamientos y de las
actitudes. Solían detener y poner a disposición de sus colegas del tercer y
último cinturón a todos aquellos a quienes consideraban sospechosos de alterar
el curso de los acontecimientos y que fueran susceptibles de transgredir la
ortodoxia y la rigidez de las normas establecidas en su propio beneficio.
Por
último, los VIOLENTOS, con total impunidad, sometían a las decenas de apresados
a crueles vejaciones de todo tipo: desde el martirio psicológico hasta el
físico y una vez consumados su criminales propósitos, los prisioneros eran
entonces atados de pies y manos y una vez puestos a disposición del Abraham
implacable, colocados luego sobre el ara del sacrificio y abandonados a su
suerte sobre la vasta superficie de la plaza previamente despejada de
militantes. El personaje se felicitaba cada vez por ello.
Aquel
día, dos infelices que ya habían pasado por todo el doloroso proceso
inquisitorial permanecían inmóviles sobre la caliente superficie de la plaza,
atados ambos, como era costumbre, de pies y manos y a merced de la voluntad del
fantoche.
El
fantoche, por entonces, habría desaparecido del escaparate, dejando de estar
presente frente a los desgraciados. Estos, por su parte, ignoraban cual iba a
ser su último destino en aquellas circunstancias. Se había hecho un silencio
fúnebre. Los feligreses se habían retirado a los aledaños. Furtivamente, una
minúscula tronera, camuflada en la pared frontal del edificio, se había abierto
lentamente a un costado del escaparate, ahora deshabitado, presagiando lo peor.
Los reos rogaron clemencia inútilmente. Un tubo negro con un ánima de siete con
sesenta y cinco milímetros de diámetro se abrió paso desde la tronera hasta
invadir unos veinte centímetros del espacio aéreo de la plaza. Dos estampidos
secos y certeros rompieron el aire y los dos proyectiles disparados desde el
interior abatieron sin remisión a sus inmóviles objetivos con la precisión y
eficacia con la que acostumbra a presumir el experto francotirador.