CAPÍTULO 2º
Todo el mundo en La Cuesta conocía
perfectamente el nombre de la querida de D. Luis pero ignoraban por completo
cual era el de su esposa. Simplemente la trataban como la esposa de D. Luis.
La esposa de D. Luis "el médico" y la querida de éste apenas sí se conocían a pesar de vivir tan próximas. Al margen de la posición social que ocupara, la educación y la total discreción por la que la primera se había ganado merecidamente el respeto, la confianza del barrio, además de su compromiso personal, había hecho de ella la abnegada esposa, madre de dos hijos, sometida a diario a los caprichos de un marido, seguramente destinado profesionalmente como represalia por alguna razón desconocida y en contra de su voluntad a un villorrio de tan especiales características como La Cuesta, cuyo ambiente tan maleado no ayudaba en absoluto a disipar las posibles frustraciones profesionales que perseguían al doctor.
La esposa de D. Luis "el médico" y la querida de éste apenas sí se conocían a pesar de vivir tan próximas. Al margen de la posición social que ocupara, la educación y la total discreción por la que la primera se había ganado merecidamente el respeto, la confianza del barrio, además de su compromiso personal, había hecho de ella la abnegada esposa, madre de dos hijos, sometida a diario a los caprichos de un marido, seguramente destinado profesionalmente como represalia por alguna razón desconocida y en contra de su voluntad a un villorrio de tan especiales características como La Cuesta, cuyo ambiente tan maleado no ayudaba en absoluto a disipar las posibles frustraciones profesionales que perseguían al doctor.
Con frecuencia y ante una emergencia
imprevista de salud, los pacientes solían acudir al domicilio particular del
médico solicitando su asistencia inmediata. En tales casos, era su propia
esposa la que les recomendaba sin ninguna acritud aparente que fueran a
preguntar a la casa de LUISA puesto que allí no se encontraba en aquel momento.
La razón de que a aquella hora se
encontrara en casa de LUISA había que buscarla en los acontecimientos vividos
durante la noche anterior en cualquier cabaret barato del Valle de Tabares,
donde habría amanecido borracho y luego conducido por algún taxista del turno
de noche hasta el callejón sin salida donde vivía su querida y donde acabaría
su existencia.
La presencia de LUISA en la vida de la
esposa de D. Luis "el médico" representaba para ésta última una gran
comodidad desde un punto de vista higiénico. Podría haber sido en cualquier
otro lugar pero parecía ser cierto que su mujer, en su fuero interno, agradecía
de buen grado que su marido, en esas ocasiones, acudiera a arrojar toda la
basura generada en sus noches de juerga al domicilio de LUISA y no al suyo:
vómitos, sangre, sudor, lágrimas, perfume barato, Maderas de Oriente, Tabú,
Myrurgia, alcohol, tabaco. Ya aparecería algo más tarde, como siempre después
de la resaca, a ducharse, mudarse de ropa y a pasar consulta.
De haber sido ahora, aquel día en La
Cuesta hubiera amanecido antes. La clase trabajadora hubiera dormido una hora
más y D. Luis "el cura" hubiera oficiado su primera misa
también una hora más tarde. Sin embargo a D. Luis "el médico"
le era completamente indiferente el cambio de horario solar porque ni siquiera
aún se había acostado. Se encontraba de amanecida frente a la barra del Bar de
Juanito, bebido como de costumbre, fuera de servicio, sin su inseparable
fonendoscopio con el que auscultar ésta vez a la media docena de parroquianos
que se habían dado cita en el bar para que les recetara medicamentos baratos,
escritos sus nombres sobre servilletas de papel. Debía de ser domingo porque
las campanas de la Iglesia repicaban sin cesar y las farmacias permanecían
cerradas.
El médico se había hecho acompañar de
dos adláteres, tan borrachos como él y que constantemente le rendían pleitesía
ante sendos medios güisquis con los que habían sido invitados y con la
benevolencia de quienes saben que la cosa no terminaría sólo en eso. En un
momento dado, D. Luis introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo
pausadamente una estrecha y delicada cintita de satén rojo y, -dirigiéndose al
resto de clientes allí congregados-, anunció una nueva y descabellada sorpresa.
Antes de decidirse a revelarla, se desabrochó ante la parroquia la bragueta y
sacó a la luz pública el motivo de tanto misterio por resolver. Le rogó a uno
de sus dos invitados que rodeara su miembro con la cinta y lo rematara por la
parte superior con un gracioso y diminuto lacito. Acto seguido reveló que
acudiría hasta la Sede Parroquial para que D. Luis "el cura" en
persona le bautizara la pinga; así podría joder siempre que le
viniera en gana en auténtico estado de gracia.
Salieron tambaleándose los tres del bar.
D. Luis "el médico" en el
centro, la bragueta desabrochada, con el miembro adornado pendulando por entre
la abertura que dejaban los faldones de la camisa blanca. A sus costados le
sujetaban por los brazos los otros dos mientras, calle abajo, se alejaban
cantando al unísono unos versos que durante la noche anterior probablemente
habrían estado ensayando hasta el amanecer.
¡¡Toma el badajo, y vete al carajo!! Bautízame la pinga, tocayo
Que
si yo soy el rey
Tú
sólo eres mi lacayo
¡¡Toma
el badajo y vete al carajo!!
Así les vieron perderse a lo lejos, bajo
un sol de justicia cuya luz, como una extraña premonición, no rebotaba ese día,
como era costumbre, sobre la superficie acharolada de los zapatos de tacón
cubano y suela fina de D. Luis "el médico".
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